Sábado, 26 de enero de 2013
Comunicación nº 110
ID Y TESTIMONIAD LA ALEGRÍA DE LA FE
MENSAJE DEL RECTOR MAYOR AL
MOVIMIENTO JUVENIL SALESIANO (MJS)
En el período de preparación inmediata a la Fiesta de Don Bosco nos llega un interesante mensaje del Rector Mayor dirigido a los jóvenes del Movimiento Juvenil Salesiano (ver archivo adjunto).
Como en años anteriores D. Pascual Chávez aprovecha la celebración de la Fiesta del Padre y Maestro de la Juventud para abrir su corazón y compartir con los destinatarios de la misión salesiana su magisterio.
Este año, tomando pie del aguinaldo, centro su pensamiento en el Año de la Fe y en la necesidad de la Nueva Evangelización en la que los jóvenes son evangelizadores de los mismos jóvenes.
Os invito a difundir este precioso mensaje por todos los medios y en todos los ambientes que animamos salesianamente, particularmente a los destinatarios juveniles.
A todos, ¡feliz fiesta de Don Bosco!
Fraternalmente.
Francisco Ruiz, sdb
Inspector
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Id y testimoniad la alegría de la fe
Aprended a
ser felices siendo discípulos de Cristo y misioneros de los jóvenes
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Carta de Don Bosco a los
jóvenes del MJS
Queridísimos jóvenes,
con esta carta quisiera acercarme a todos y a cada
uno de vosotros. Quisiera comunicaros el gran afecto que siento por vosotros y
deciros el sueño constante que albergo en mi corazón: que podáis ser plenamente
felices, llevando dentro de vosotros toda la plenitud de la humanidad del Señor
Jesús y expresando en vuestra vida una adhesión plena que testimonie los
valores del Evangelio. Os escribo en un tiempo en el que se habla mucho de
Nueva Evangelización. En muchos de nuestros países Dios parece haberse convertido
en un desconocido, una persona de la que se puede prescindir. Precisamente por
esto, hoy, resuena más fuerte el mandamiento de Jesús: “Id y haced discípulos
de todos los pueblos… Mirad que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el
fin del mundo” (Mt 28, 19-20). La misión que Jesús nos indica es un terreno cargado
de desafíos, pero también fecundo de grandes oportunidades. Ésta constituye un
providencial anillo de conjunción entre la urgente invitación que Benedicto XVI
ha dirigido a la Iglesia universal para que viva intensamente este año de la
fe, y el camino que nuestra familia salesiana ha iniciado hacia el bicentenario
de mi nacimiento.
Permitidme que os diga que, también entonces, los
tiempos eran difíciles. Valdocco era una verdadera tierra de misión… Con todo,
la viva presencia de Jesús y de María en las fatigas del servicio educativo
colmaba de alegría mi corazón. De aquella tierra de misión, como todos vosotros
sabéis bien, han salido muchos jóvenes misioneros para evangelizar pueblos y
tierras lejanas. Jóvenes crecidos en el oratorio, que han escrito páginas de
historia sublimes, que han dado su vida por la educación, la promoción humana y
la evangelización de muchas generaciones de jóvenes. Esta historia de fidelidad
y de generosidad, queridos jóvenes, continua hoy con vosotros y es un reto para
todos. En este libro faltan las páginas que solo podéis escribir vosotros.
¡Esta es vuestra hora!
La enseñanza de Jesús resuena todavía en nuestros
días con la misma fuerza: “Preocupaos no por el alimento que perece, sino por
el alimento que permanece para la vida eterna” (Jn 6, 27). La pregunta formulada por los que
le escuchaban, es la misma que resuena dentro de nosotros hoy: ¿Qué debemos
hacer para cumplir y realizar las obras de Dios? Sabemos la respuesta de Jesús:
“Esta es la obra de Dios: que creáis en Aquel que él ha mandado” (Jn 6, 29). La
obra de Dios en vosotros es la de ser discípulos que acogen con amor la Palabra
de Dios y en ella encuentran a Jesucristo. La vocación de todo cristiano es ser
apóstoles que la transmitan alegremente. La fe, de hecho, crece en el momento
en el que estamos disponibles para transmitirla a otros. ¡Vuestra vocación es
evangelizar, queridos jóvenes!
Evangelizar significa poner en la masa una levadura
capaz de cambiar la mentalidad y el corazón de las personas y, a través de
ellas, las estructuras sociales, de tal modo que sean más conformes al diseño
de Dios. No se trata de una actividad intimista; evangelizar es desencadenar
una verdadera revolución social, la más profunda, la única eficaz. Para
evangelizar es necesario tener un motivo: estar “enamorados” de Dios, haber
hecho experiencia de su amistad y de su intimidad. En este proceso, la atención
se ha de concentrar sobre todo en nuestro corazón. Exactamente allí donde se
forman los pensamientos y las opciones: el corazón debe estar libre de contaminación.
Esto requiere transparencia, capacidad de volver sobre sí mismos y poner con
desnudez, delante del Señor, las motivaciones más verdaderas de nuestros comportamientos.
La verdad de los gestos reclama la pureza de las motivaciones.
El deseo de comunicar la Buena Noticia nace de la
sobreabundancia del corazón de una persona que ha sido alcanzada por Jesús: una
persona profundamente integrada y unificada en torno al único amor de Dios. Se
trata de un amor único porque es central; único porque tiene la precedencia
sobre todos los demás afectos del corazón. El auténtico buscador y testigo de Dios es puro de corazón. Lo es también el
que, por encima de cualquier otra cosa y con todas sus fuerzas, busca el Reino
de Dios y su justicia. Recordando mi vida, os debo decir que desde que era
joven solo le pedí al Señor una cosa: Da
mihi animas! ¡Concédeme el trabajar por Ti, por la salvación de los
jóvenes!
Antes, pues, de que el Evangelio ocupe vuestra mente
y sea causa de vuestros cansancios, deberá ser acogido en vuestra vida y deberá
ser la fuente de vuestra alegría. Jesús no confía su Evangelio a quien no le ha
dado su propia vida. Solo los discípulos auténticos pueden ser apóstoles
creíbles. El mundo juvenil, lo sabéis bien, es tierra de misión exigente.
Salid, pues, de vuestro minúsculo, angosto y asfixiante cascarón. Entrad en el
vasto mundo de Dios. Él os abre de par en par las puertas de una gran misión,
para que podáis salir de vosotros mismos y encontrar grandes espacios, para que
podáis caminar hacia nuevos horizontes, aquellos para los que habéis sido
pensados y soñados por Dios. Estos horizontes no están necesariamente lejos de
vosotros. Dios os llama, sobre todo, a traducir y a encarnar vuestra fe en lo
ordinario, en la cotidianidad que, si no fuera iluminada por la luz de la
resurrección, sería capaz de triturar el corazón del hombre.
Muchos jóvenes, lo sabéis muy bien, no “habitan el
propio corazón”, viven “distraídamente”. Son atraídos por mil cosas; se
encaminan a través de mil senderos y, sobre todo, son tiranizados y
esclavizados por mil servidumbres. Habitan “en otra parte”; por todas partes,
pero no en el corazón, con la consecuencia de impedir el encuentro con Dios que
se realiza, sin embargo, en este lugar tan valioso, tan secreto: el corazón. En
el corazón de cada persona, de hecho, existe una herida, un dolor grande que
reclama ser escuchado, comprendido, sanado. Por eso Jesús tiene tanta
necesidad, también hoy, de discípulos capaces de escuchar el corazón de la
gente, especialmente de los jóvenes. Discípulos capaces de comprender, en medio
de sus alegrías y sus miedos, una necesidad, no siempre expresada, de acercarse
a él y de encontrarlo. Solo el discípulo que tiene una relación profunda con el
Señor Jesús puede acoger, entre quienes lo buscan, a quien desea de verdad
compartir su experiencia de Dios.
El discípulo que sigue a Jesús está llamado a
facilitar el encuentro con Él de los que quieren verlo, conocerlo, amarlo. Esta
es una misión delicada y maravillosa; y si no lo hacéis vosotros, queridos
jóvenes. ¿quién presentará a Jesús los sueños y las necesidades de vuestros
compañeros, de vuestros amigos? ¿Quién les hará ver a Jesús? Os toca a vosotros
indicar a vuestros amigos que Jesús es la luz que ilumina de sentido su
búsqueda, que es el camino que les conduce al corazón del Padre, que es la
verdad que pone fuego en el corazón para vivir la vida con pasión. Vosotros
sois el fuego de un nuevo Pentecostés, que quema y contagia a muchos de
vuestros amigos. Juntos podéis luchar por la libertad allí donde falta, por la
paz allí donde está amenazada, por la justicia allí donde es pisoteada, por la
solidaridad allí donde es más necesaria. Vosotros podéis ser la conciencia
crítica de la sociedad en la que vivís. Levantaos pues, salid del cenáculo y
marchad, porque el mundo os necesita.
Pero recordad siempre que solo Cristo es capaz de
curar y cicatrizar las laceraciones profundas y sufrientes del corazón de los
jóvenes. Así que, para que este encuentro resulte fecundo, se tiene que aceptar
hacer un particular camino: es necesario pasar de la admiración al conocimiento, y del
conocimiento a la intimidad; de la intimidad al enamoramiento; del
enamoramiento al seguimiento y a la imitación.
El encuentro inicial se transforma, finalmente, en
un verdadero encuentro cuando Jesús “se deja ver” y su Palabra desnuda el
corazón del hombre liberándolo de percepciones enmascaradas y falseadas de
Dios, de una visión incorrecta de sí mismos, de los demás, de los
acontecimientos. Y es esto lo que les pasó a los discípulos de Emaús (Lc 24,
13-35). Caminaban con el rostro triste y el corazón decepcionado porque habían
vivido junto a Jesús y la convivencia había despertado en ellos las mejores
esperanzas. En cambio, su muerte en cruz había sepultado todas las expectativas
y su fe. A lo largo del camino, Jesús se hace compañero de viaje compartiendo
tristezas y amarguras y, al mismo tiempo, desvelándoles el sentido de lo
sucedido releyendo con ellos la Escritura. Acomoda su paso a una paciente y sufrida
búsqueda, abriéndoles gradualmente los ojos de su mente y de su corazón a la
inteligencia de su misterio, de la historia y del mundo. Su búsqueda es
sincera, pero sus ojos para contemplar el Resucitado solo se abren cuando Él
repite el gesto que mejor lo identifica: “partir
el pan”. Tal descubrimiento es fruto de su búsqueda, pero habría sido
imposible sin la explicación de la escritura y el haberles ofrecido un signo
por parte de Jesús. Sobre todo es un don: ellos “lo reconocieron” porque Jesús “se
hizo reconocer”. El reconocer a Jesús en el invitado es el momento
culminante del encuentro, pero no es el último. Hay un paso posterior que
manifiesta la fecundidad del encuentro personal con Jesús, el que les lleva de
la comunión a la misión, de la experiencia personal – “nos ardía el corazón” – al testimonio – “volvieron a Jerusalén donde encontraron a los Once reunidos”. Los
discípulos vuelven al lugar donde se desarrollaba habitualmente sus vidas, pero
con ojos nuevos y un corazón renovado.
Tampoco vosotros, mis queridos jóvenes,
podéis vivir vuestra de fe de forma solitaria. Nuestra salvación está fuera de
nosotros mismos; no la encontramos en la ciencia o en la economía o en la
política, sino solo en Jesucristo muerto y resucitado por nosotros. Volved,
pues, con ojos nuevos y corazón nuevo al lugar donde Jesús, hoy, se hace
presente y habita: la Iglesia. Encontrad a la comunidad de los creyentes, los
que confiesan a Jesús como su Señor, la familia de sus discípulos, de los que
comparten con Él la vida y la misión. Queridos jóvenes, puede que muchas cosas
de la Iglesia – en el contexto humano – os decepcionen. Puede incluso darse que
os sintáis incomprendidos, no tomados en serio. Es verdad; la Iglesia a veces
nos decepciona, a veces nos turba, pero siempre nos fascina, porque es una
realidad cuyos confines pasan por dentro de nosotros, porque es el abrazo de
una madre a cada uno, el lugar visible de nuestra identidad, la zona de
encuentro con el Dios de Jesucristo y con los hombres, a los que sentimos como
nuestros hermanos y hermanas. Escuchad,
pues, las palabras de un padre que ha sufrido, pero ha amado siempre a la
Iglesia: no, queridos jóvenes; ¡no os separéis de la Iglesia! Ninguna realidad es tan rica de esperanza, de
compasión, de amor. La Iglesia no envejece jamás: su juventud es eterna. Es la
continuación, la prolongación, la presencia actual de Cristo; el lugar donde Él
dispensa la gracia, le verdad y la vida en el Espíritu. Os parte el pan de la
Palabra y os ofrece los valiosos dones de los sacramentos, en especial la
reconciliación y la Eucaristía. Sin la experiencia que se vive en ellos, el
conocimiento de Jesús resulta inadecuado y escaso. Ellos son la memoria verdadera
de Jesús: de lo que Él cumplió y obra hoy todavía por nosotros, de lo que
significa para nuestra vida. En la Reconciliación experimentamos la bondad de
Dios que es el manantial de nuestra libertad interior y reconstruye y
perfecciona el tejido de nuestra vida: se abren los ojos a una nueva creación y
vemos lo que podemos llegar a ser según el proyecto y el anhelo de Dios. Es el
sacramento de nuestro futuro, mucho más que del de nuestro pasado de pecadores.
En la Eucaristía, que la comunidad cristiana celebra cada día, se prepara una
doble mesa, donde el creyente reafirma la propia vida y se nutre del Único
Señor que es Palabra y Cuerpo partido. En la Escritura y en la Eucaristía, la
Iglesia reconoce, acoge y asimila el Cuerpo del Señor y se edifica ella misma
como tal.
A estos dones que se os ofrecen como
gracia en la Iglesia hay que unir una actitud constante de contemplación y de
oración. La contemplación, que se hace oración, es permanecer abiertos a toda
la plenitud que el Padre quiere infundir en vuestros corazones, a través de su
Espíritu Santo. Para vosotros hoy, evangelizadores y educadores de los jóvenes
del tercer milenio, la Palabra proclamada y compartida, contemplada en la
oración, es indispensable para crecer en la fe. Fe que ha de hacerse escucha
del grito de los pobres, de los abandonados, de los excluidos, y traducirse en
gestos de caridad concreta que hagan visible a Dios, a su Amor.
En este amor, recibido gratuitamente, es donde se
fundamenta la urgencia de evangelizar. Solo de un gran amor puede brotar una
gran pasión por la salvación de los demás y la alegría de compartir la plenitud
de una vida enraizada en Jesús. El que ha encontrado al Señor no puede quedarse
en silencio. Lo debe proclamar. Quedarse callados significaría matarlo una
segunda vez. Id pues, queridos jóvenes discípulos de Cristo, y mostrad al mundo
que la fe lleva a una felicidad y a una alegría verdaderas, plenas, duraderas.
En el Bicentenario de mi nacimiento, quiero renacer
con vosotros para continuar haciendo de los jóvenes la razón de mi vida, la
valiosa heredad que me ha tocado en suerte, mi misión. Con vosotros quiero
amarlos con el mismo amor que podemos experimentar en el corazón del Buen
Pastor. Esto es posible, incluso si las condiciones sociales y culturales han
cambiado. Como es mi costumbre, no utilizaré formas abstractas, teóricas o
ideológicas; sino que acudiré a la pedagogía de la bondad que pone la educación
en un incesante proceso de adaptación, de conversión humana, espiritual,
pastoral, sabiendo acoger todos los cambios pero llevándolos hasta las razones
más verdaderas y profundas del crecimiento humano y de la maduración cristiana.
Estoy cada vez más convencido de que la educación es una cosa del corazón, o
mejor, que el corazón debe ser educado, porque en el amor se juegan la vida los
jóvenes.
En el año de la fe, quiero estar con vosotros en
esta estupenda misión que implica a toda la Iglesia. A cada uno de vosotros os
digo las mismas palabras que repetí a mis jóvenes de Valdocco: “Uno solo es mi deseo: veros felices en el
tiempo y en la eternidad”. Para que
seáis felices y la Buena Noticia de la salvación sea acogida por todos, buscad el haceros amar. Para que tú,
joven creyente y misionero de Cristo puedas ser feliz, considerado creíble y
con autoridad, ¡Busca hacerte amar!
Juntos, para los jóvenes, seremos humildes y valientes anunciadores del
Evangelio, por la fe y con amor. Así os sueño, queridos amigos: “jóvenes para
los jóvenes”, compañeros de Jesús y testigos suyos, llenos de entusiasmo por todo
lo que es la vida, pero profundamente enraizados en la vida del Señor Jesús.
Confío con todo mi corazón estas palabras, como don
del Bicentenario, a María, la Madre de Jesús. A Ella, que “ha creído que las palabras del Señor se cumplirían” (Lc 1, 45), y
se ha entregado a sí misma a Dios, por amor al Hijo y a los hijos. María,
inspiradora y sostenedora de nuestra Familia, despierte el corazón filial que
duerme en cada hombre, el hombre nuevo, el pueblo nuevo, la Iglesia. Queridos
jóvenes, María Inmaculada Auxiliadora os dé el sentido vivo de Cristo, un gran
amor apostólico para comunicar las riquezas de su ministerio, la inteligencia
creativa y la competencia pedagógica para educar a vuestros amigos en la fe de
Cristo. Este será, para vosotros, el modo de responder a los desafíos de la
Nueva Evangelización. María, la Madre de Jesús, nuestra querida Madre,
interceda para que nuestro testimonio de creyentes y educadores sea siempre
creíble.
Os bendigo, os doy cita para la Jornada Mundial de
la Juventud en Río de Janeiro, a mitad de julio; y os saludo abrazándoos a
todos con el afecto de padre, de hermano y de amigo.
Valdocco, 31 Enero 2013
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