Sabado santo.
El sábado santo la
Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, y
se abstiene del sacrificio de la misa, permaneciendo por ello desnudo el altar
hasta que, después de la solemne vigilia o de la expectación nocturna de la
resurrección, pueda alegrarse con gozos pascuales, de cuya abundancia va a
vivir durante cincuenta días.
Esta nota
introductoria del misal explica el espíritu del día. No debemos dar paso a una
alegría anticipada, porque la celebración pascual todavía no ha comenzado. Es
un día de serena expectación, de preparación orante para la resurrección.
Permanece todavía el dolor, aunque no tenga la misma intensidad del día
anterior. Los cristianos de los primeros siglos ayunaban tan estrictamente como
el viernes santo, porque éste era el tiempo en que Cristo, el esposo, les había
sido quitado (Mt 2,19-21).
Si podemos pasar
este día en oración y recogida espera, nuestro tiempo será empleado del modo
más idóneo. Esto es lo que nos sugiere la hermosa homilía elegida para el
oficio de lecturas de hoy:
Un gran silencio
envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio
porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha
dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo'.
El primer sábado
santo todo parecía perdido. Los discípulos, pequeño grupo de hombres
pusilánimes, habían huido en desbandada, rotas sus esperanzas. Solamente María
conservó la fe y quedó esperando la resurrección de su Hijo. Por esto todos los
sábados del año la Iglesia conmemora a la Virgen María y tiene una misa votiva
y oficio en su honor.
Una nota de
serenidad, incluso de gozosa expectación, impregna la liturgia del sábado
santo. Cristo ha muerto, pero su muerte es como un sueño del que despertará en
la mañana de pascua.
Los salmos
elegidos para la liturgia de las horas rezuman confianza y expectación. Parece
como si el mismo Cristo los estuviese recitando. El salmo 4 contiene este
versículo: "En paz me acuesto y en seguida me duermo", que se aplica
a Cristo en la tumba esperando confiadamente la resurrección. También en el
salmo 15 tenemos una maravillosa expresión de esperanza: "No me entregarás
a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero
de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu
derecha".
La lectura de la
Biblia (Heb 4,1-13) nos habla del descanso sabático preparado para el pueblo de
Dios después de las fatigas de esta vida. De ella se desprende esta conclusión:
"Un tiempo de descanso queda todavía para el pueblo de Dios, pues el que
entra en su descanso descansa él también de sus tareas, como Dios de las suyas".
En la homilía de
la que hemos citado antes algo hay un diálogo entre Cristo y Adán. Cristo entra
en la morada de los muertos y despierta a Adán, diciendo: "Levántate de
entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis
manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de
aquí, porque tú en mí y yo en ti formamos una sola e indivisible persona".
Todos participamos
del misterio del sábado santo; san Pablo nos lo recuerda: "Fuimos, pues,
sepultados juntamente con él por el bautismo en la muerte, para que, como
Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros caminemos en nueva vida" (Rom 6,4). En la Iglesia primitiva, el
simbolismo del bautismo como sepultura con Cristo resultaba mucho más claro que
en tiempos más recientes. Los catecúmenos adultos descendían realmente a la
pila bautismal, que, en su aspecto, no era muy diferente de una tumba.
Descendían a las aguas, como signo de muerte y sepultura, y salían significando
la resurrección.
Nuestra
participación en la sepultura de Cristo se expresa en las oraciones finales de
la liturgia de las horas. Así se expresa la petición final de laudes:
"Cristo, Hijo de Dios vivo, que has querido que por el bautismo fuéramos
sepultados contigo en la muerte, haz que, siguiéndote a ti, caminemos también
nosotros en una vida nueva". En la oración final rogamos: "Te pedimos
que concedas a todos tus fieles, sepultados con Cristo por el bautismo,
resucitar también con él a la vida eterna".
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