
Sorprende
la vida espiritual de Catalina por las innumerables y extraordinarias
experiencias místicas, visiones, diálogos con Jesús y dones recibidos de
parte de Dios. Su cada vez más profunda relación con Él despertó en
ella el deseo más y más intenso
por amar y servir y ponerse a disposición de los más necesitados hasta
grados insospechados, verdaderamente increíbles.
Dar todo
Su
familia, los Benincasa, se alarmaron cuando vieron cómo se disipaba la
despensa. Es que Catalina no podía sino dar, ¡y su padre, ahora sí,
pidió que nadie se lo impidiese! Pero Catalina era interceptada
permanentemente por la calle. En una oportunidad un mendigo le pidió
abrigo, y ella se lo dio, y luego otra cosa, y la fastidiaba y
cargoseaba con tanta solicitud, y otra vez más, y ella que se deshacía
por complacerlo, y entonces el menesteroso, antes de retirarse, le dijo:
“yo sé que me lo darías todo”.
Jesús,
muchas veces estaba detrás de todas estas situaciones, y se lo hacía
saber en la oración, como aquella oportunidad en que le regaló un
vestido espiritual para protegerla. Ella jamás volvió a sentir frío en
su vida. Catalina se desvivía por una anciana asediada por la lepra a
quien nadie se animaba a atender. Allí iba nuestra protagonista,
caminaba unos cuantos kilómetros, dos veces al día, la aseaba, le daba
de comer, la bañaba, y… las manchas en su piel le anunciaron que la
vieja le había contagiado la enfermedad, pero ahora más que nunca estaba
decidida a acompañarla hasta el fin. Cuando esto sucedió, la piel de la
santa se restableció.
Un corazón nuevo
La
situación familiar estaba por cambiar. Su padre Jacobo falleció. Por
ese entonces Catalina, que tenía 21 años, recibió de Jesús el don de
penetrar y leer los corazones, tanto de la gente próxima como lejana.
Revueltas en Siena derivaron en un cambio desfavorable para los
Benincasa: algunos hermanos se fueron a otras ciudades, y Lapa, la
madre, se fue a vivir a otra casa. Pero Catalina permaneció en la
Fulónica, su hogar, donde, con el tiempo, se fue reuniendo en torno a
ella todo un cenáculo espiritual conformado por sus amigos y amigas,
teólogos, artistas, políticos, juristas… Un profesor franciscano muy
popular entre sus estudiantes fue a visitarla. Sentía desdén por ella, a
quien no conocía, y durante el encuentro adoptó esa actitud distante y
superior. Las horas que siguieron lo inquietaron notablemente. Al cabo
de unos pocos días fue nuevamente hasta la Fulónica, y se arrodilló ante
Catalina: “Hasta ahora yo no conocía más que la corteza del
cristianismo; tú posees su meollo”.
El
mes de julio del año 1370 sería inolvidable para Catalina. A una noche
de profundo deseo de comulgar siguió una lluvia como de sangre y fuego
que purificaba su alma de la misma raíz del mal. Al día siguiente, el
17, la eucaristía la colmó de una extraña felicidad jamás vivida. El 18,
mientras rezaba el salmo 50, que dice “Crea en mí, oh Dios, un corazón
limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme”, Catalina experimentó
una radical renovación espiritual, que vino a consumarse dos días
después, cuando, al disponerse a salir de la capilla “de las bóvedas”,
se vio súbitamente envuelta por una gran claridad, en cuyo centro, Jesús
Resucitado le entregaba un corazón de fuego: “Hija, el otro día tomé tu
corazón, hoy te doy el mío…”.
Catalina
no sería ya la misma, se sentía con la inocencia de una niña de 4 años,
diría a su confesor, y su corazón ardía de un amor indecible por el
prójimo: “Padre, yo ya no soy la misma”. Unas semanas después, en misa,
luego de las palabras “Señor, no soy digno…”, Catalina escucha la voz de
Jesús: “Pero yo soy digno de entrar en ti”. Esta secuencia de notables
momentos místicos tiene como epílogo las cuatro horas en que Catalina
pareció morir, rodeada por quienes más la querían en su lecho -o más
bien en la dura tarima que usaba como tal-, y despertar súbitamente.
Como si hubiese visitado el cielo y regresado al mundo. Otra certeza en
su alma le decía lo siguiente: comenzaba un tiempo nuevo, Jesús la
quería fuera de su celda.
Las dos coronas
Aguardaba
a Catalina un período terrible de calumnias contra ella. Se propagaron a
lo largo y ancho de la ciudad, y partían, aunque cueste creerlo, de una
mujer que debía la vida a Catalina. Sus carnes corroídas por un tumor
maligno olían a podrido. El hedor era tan nauseabundo que sólo la santa
se atrevía a cuidar a la maldiciente y permanecer durante horas junto a
ella. Catalina sabía que la insidia se propalaba desde ahí. Jesús se le
apareció y la confortó. Le mostró dos coronas, una enjoyada y la otra de
espinas. “Es necesario que lleves
estas coronas una después de la otra: ¿cuál eliges en esta vida?”. Y
Catalina respondió: “prefiero ser semejante a Ti en esta vida”. Y se
colocó la corona de espinas, con la que aparece en muchas
representaciones. Luego Jesús le mostró su costado, para que calmase su
sed de amor en Él.
El
año 1374 la peste negra asoló varias ciudades italianas, entre ellas,
Siena. Lapa, la madre de Catalina, vio morir a ocho de once nietos que
vivían con ella. Dos hermanos de Catalina fueron fulminados por la
epidemia, y a uno de ellos, Esteban, Catalina lo vio morir por visión
sobrenatural, y en seguida se lo comunicó a la desolada Lapa: “tu hijo
Esteban ha pasado a la otra vida”. Los muertos cundían, los enfermos
caían mortalmente en las calles, las gentes huían de la muerte, pero
Catalina se entregó a socorrer a los apestados, a levantar a los
muertos, a recorrer la ciudad en un carro que apilaba los cadáveres. Y
entonces muchos debieron callarse y admirar las agallas y la fe de esa
estupenda mujer.

SIENA MEDIEVAL. PIAZZA DEL CAMPO.
Amar hasta el fin
El panorama social y la vida política de las ciudades italianas del
siglo XIV eran sacudidos aquí y allá por las disputas feroces de las
familias nobles, con sus cabecillas y sus matones, con sus intrigas y
revueltas, con sus asesinatos y conspiraciones. Éste era el ambiente en
el que debía moverse Catalina. La mística no vivía en una descansada y
soñada Torre de los Panoramas sino en el seno de una sociedad herida por
la violencia, la iniquidad, la arbitrariedad de la justicia, las
turbas, los procesos sumarios, el
abandono del desgraciado condenado a muerte. Ella se propuso ser
mediadora de la paz, sin considerar el tamaño de los contendientes ni lo
sanguinarios que pudieran ser ni el terror que lograsen inspirar.
Catalina
se eligió para sí un apostolado muy especial: la atención de los
enviados a la pena capital. Ella se impuso acompañar a los sentenciados
al cadalso, consolar a los desesperados, a los arrojados a la oscuridad
de su maldad e impedidos de toda atención y oportunidad de redención,
los que aguardaban en el umbral de la muerte “el día del patíbulo, del
coraje y del hacha”, como dirá el poeta.
En
esas circunstancias conoció Catalina al joven noble Nicolás de Toldo,
sobre quien recayó el dictamen de la decapitación por haber instigado
una revuelta en Siena. Nicolás se perdió casi en el abatimiento y la
locura hasta que lo visitó Catalina. Ella lo acompañó hasta la
ejecución: “Luego llegó él como un manso cordero; y viéndome, comenzó a
reír; y quiso que yo le hiciese la señal de la cruz… ¡Ánimo! ¡A las
bodas, dulce hermano mío, que pronto estarás en la vida perdurable! … Su
boca no decía más que Jesús y Catalina. Y, diciendo esto, recibí su
cabeza en mis manos”.
El don de la paz
Nanni
de Ser Vanni era un hombre temido, noble y pendenciero bien conocido en
Siena, jefe de una banda propia. Andaba buscando cobrarse unas cuentas
contra otros bandidos. Y Catalina lo andaba buscando a él. Nanni,
finalmente se resolvió visitar repentinamente a la santa a su casa para
tomarla desprevenida. Su corazón, obstinado, no pensaba ceder en nada a
los intentos por la paz que sabría arriesgaría Catalina. Pero como a
tantos y tantos otros, las cosas no rodaron como él conjeturaba.
Al
principio sí, entre silencios y diálogos entrecortados que parecían
naufragar, el contumaz parecía no ceder un centímetro de su dureza.
Catalina no dejaba de orar profundamente al Señor mientras buscaba las
palabras más atinadas para encararse con un sujeto semejante.
Finalmente, Nanni atinó a retirarse, pero algo lo contuvo: “-Dios mío,
¿qué es este consuelo que siento en mi alma con sólo hablar de paz?
Señor, ¿qué fuerza es ésta que me ata y me impide salir? No puedo salir
de aquí, no puedo negarte nada. Señor, Señor, ¿qué es esto que siento?”
El
hombre rudo e impenetrable se quebró. “Estoy vencido! ¡No resisto más!”
Se arrojó a los pies de Catalina: “¿qué debo hacer?” Y ella contestó:
“Haz penitencia en seguida por tus pecados”. Nanni sintió vivos deseos
de confesarse inmediatamente. Se esforzó por cambiar su vida y tuvo el
mismo confesor de Catalina: el P. Raimundo de Capua, quien llegará a ser
superior de los dominicos y biógrafo de la santa.
Padre Gonzalo Abadie.
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