jueves, 1 de mayo de 2008

CARTA DE UN SALESIANO COOPERADOR Y MAGISTRADO JUEZ

ACTITUDES QUE PUEDEN FORMAR
A UN DELINCUENTE JUVENIL
Reflexiones desde la experiencia para padres y educadores
Rafael Rodero Frías,
Salesiano Cooperador y Magistrado Juez Titular
del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 3 de Motril (Granada)
Cincuentenario del Colegio Salesiano de Úbeda
25 de abril de 2008

Queridos amigos:

1. Agradecimientos y consideraciones previas.

En primer lugar, y como “de bien nacidos es ser agradecidos”, me gustaría mostrar mi
gratitud a este Colegio por todo lo bueno que ha hecho por mí: aparte de la educación recibida
en los dos años que fui alumno, lo más importante fue que me dio a conocer el carisma de
Don Bosco y me puso en la Familia Salesiana, de la que formo parte activa. La última bondad
que ha tenido esta casa conmigo es tenerme en cuenta para los actos de este Cincuentenario,
por lo cual también estoy tremendamente agradecido a la Comunidad, con su Director a la
cabeza, a y la comisión de organización de estos actos, encarnada en Fernando Gámez,
hermano cooperador y mi antiguo profesor de lengua (que por cierto, tanta lata me dio para
conseguir que me metiera en la cabeza los tiempos verbales y los verbos irregulares, pero que
tan bien me vino después).
Es para mí un motivo de auténtica emoción poder dirigirme a los presentes para contar
algunas experiencias vividas desde mi trayectoria profesional, muy tamizadas por la pasión y
la vocación por los jóvenes que tengo como Salesiano Cooperador. Sobre todo me llena de
gozo ver entre los asistentes a personas con las que comparto identidad vocacional, otros que
fueron mis profesores o compañeros, y sobre todo el poder reencontrarme en este Colegio con
algunos que fueron mis amigos de la infancia, con los que compartí algunos de los mejores
años de la vida de cualquier persona: la adolescencia, el despertar a al mundo de los adultos,
con fuertes experiencias de amistad y de amor, que me han marcado de manera indeleble. No
sólo sigo compartiendo con vosotros una amistad actual, sino que el lugar que ocupáis en mi
corazón es permanente, a pesar de que no vivamos cerca y no nos veamos con la frecuencia
que quisiéramos.
Trataré de no extenderme demasiado en este primer turno de palabra, pues estoy
convencido de que lo más interesante vendrá después, cuando planteéis las cuestiones o temas
de cualquier tipo que queráis que debatamos, pero desde ya os invito a que si durante mi
intervención alguna persona quiere formular alguna duda o pregunta que no desee dejar para
el final porque venga al caso o porque le apetezca, que lo haga sin duda, que pese a los
formalismos, me siento en casa, razón por la que también os pido disculpas por el “tuteo”.

2. Punto de partida: la experiencia desde donde hablo.

En primer lugar quisiera decir algo sobre el título que le he dado a esta intervención.
Aunque tengo alguna experiencia en tareas educativas, no es mi propósito profundizar en
temas pedagógicos, pues no estoy cualificado para ello: soy un profesional del derecho, no de
la enseñanza. Simplemente quiero transmitiros algunas reflexiones que me he ido haciendo
desde mi experiencia profesional y salesiana acerca de los jóvenes con los que he tenido
contacto en los juzgados, para lo que comenzaré por explicaros cuál es esa experiencia desde
la que me dirijo a vosotros.
Soy Salesiano Cooperador, lo que implica, como sabéis, una vocación seglar, cristiana
y salesiana específica que impregna toda mi vida (o al menos lo intento). Mi historia ha
estado muy marcada por experiencias pastorales con jóvenes, que se iniciaron aquí mismo
cuando era un jovenzuelo (en el Oratorio y Luz Vida), pero que posteriormente fueron
centrándose en los niños y jóvenes con más problemas y riesgo social. Las experiencias
vividas en oratorios, campos de trabajo y campamentos han marcado profundamente mi
vocación, conocimiento y el cariño a los chicos que “para muchos son molestos, pero para
Dios son los primeros”.
Ese sentimiento y vocación (unidos también al amor por el Derecho) motivaron la
elección de mi profesión, la de juez, en la que llevo cerca de nueve años. En todo este tiempo
he estado destinado en juzgados de primera instancia e instrucción, primero en Priego de
Córdoba, luego en Algeciras y actualmente en Motril. Para que os situéis, estos juzgados son
como una especie de “trinchera” frente a la “primera línea de fuego” de las demandas de los
ciudadanos, donde se entiende de prácticamente de todo en las ramas civil y penal del
derecho: en el campo penal lo más importante es la instrucción de causas criminales, unas
más simples y otras más complejas, y los juicios por faltas, no el enjuiciamiento por delitos,
pues en nuestro derecho procesal penal está separada la función de instruir (algo así como
preparar el juicio), y juzgar propiamente dicho, para evitar formarse prejuicios en contra del
acusado. En el área civil estos juzgados conocen de casi todo, desde el derecho de las
personas y familia (incapacidades, separaciones, divorcios, filiación, menores), cuestiones de
propiedad y contractuales (servidumbres de paso o aguas en el campo, desahucios, vicios de
construcciones, impagos...) o temas sucesorios. Todo muy intenso, pues son juzgados que
normalmente están mal equipados y muy sobrecargados de trabajo, además de la
“esquizofrenia” que le produce al juez tener la mente en un momento en un homicidio o en
asunto económico complejo y tener que cambiarla en un pis pas a una simple pelea de
vecinos, a un divorcio o a una reclamación de un banco.
En esta parte civil vemos muchos jóvenes y menores, sobre todo en el derecho de
familia, a raíz de rupturas matrimoniales y de parejas; en el sector penal pasan muchos
jóvenes como detenidos o imputados, pues estadísticamente la franja de edad en la que se
cometen más hechos delictivos va desde los 18 a los 35 años. Por debajo de los 18 años hasta
los 14 inclusive la responsabilidad penal de los menores se dirime en los juzgados de
menores, y con los menores de 14 años no existe intervención de los tribunales por hechos
delictivos, sino de instancias educativas y de protección social.
De acuerdo con un reciente informe realizado para el Consejo General del Poder
Judicial los adolescentes y jóvenes comienzan a presentar conductas delictivas o
problemáticas a partir de los 13 años, siendo ésta una edad clave en la que los adolescentes y
jóvenes españoles se inician en conductas delictivas o problemáticas sin que los padres tengan
conocimiento de ello. Los actos antisociales y delictivos más frecuentes que realizan a esa
temprana edad son: dañar algo aposta, participar en una pelea, pegar un tirón a alguien para
quitarle algo, robar algo de una tienda o gran almacén o consumir cerveza, vino y calimocho.
Según este informe, las conductas antisociales y delictivas más comunes de este grupo de
entre 12 y 17 años son: bajar música por Internet (66 por ciento), consumir cerveza y vino (63
por ciento), emborracharse (41 por ciento), consumo de porros (28 por ciento) y participar en
peleas (22 por ciento). Las conclusiones del estudio son esclarecedoras: las conductas
antisociales y delictivas aumentan con la edad y alcanzan su nivel máximo a los 17 años. Las
chicas tienen un patrón de conducta similar al de los chicos y estas conductas son más
frecuentes cuando se tienen amigos que ya las han adoptado. Otro factor que incrementa el
riesgo es vivir en un medio urbano. Por último, se destaca que ser emigrante o hijo de
emigrante no incrementa el riesgo de adoptar conductas antisociales o delictivas.
No caigamos en la tentación de pensar que los jóvenes que se ven involucrados en
procedimientos penales por haber cometido algún delito son sólo los procedentes de capas
sociales más desfavorecidas, porque vengan de barrios marginales, bolsas de pobreza,
familias de inmigrantes, entornos familiares conflictivos, o cosas similares... hoy día en
cualquier familia “normalizada” se puede estar gestando un delincuente, entendiendo como tal
al que comete un delito, aunque sea una vez o lo haga ocasionalmente.
Para ser conscientes del significado de lo anterior os tengo que explicar en primer
lugar qué es un delito, pues no todas las infracciones tienen relevancia penal: según la
definición clásica un delito es una acción (u omisión) típica (que esté en el Código Penal),
antijurídica (porque lesiona los valores esenciales de la convivencia, por eso el legislador la
tipifica), culpable (es decir, que se haya cometido intencionadamente o al menos de manera
negligente) y punible (razón por la que merece un castigo). Dentro de esta categoría se
distinguen los delitos (graves) de las faltas (leves), pero aparte se encuentran las infracciones
administrativas, por las que se imponen sanciones por órganos de la Administración, no de los
tribunales: por ejemplo, conducir en moto sin casco es una infracción administrativa de tráfico
y conducir bajo los efectos del alcohol es delito siempre, y se presume tal cosa si se pasa de
una tasa de alcohol en aire espirado superior a 0,60 miligramos por litro o en sangre superior a
1,2 gramos por litro.

3. Evitar la sensación de impunidad

Hacer cosas no permitidas y que llevan aparejada una sanción es relativamente fácil y
frecuente, y lo hacemos todos incluso llegando al campo penal: ¿quién no ha conducido tras
tomarse una copa o comparte música por internet, o se ha llevado alguna cosilla de un
hipermercado?. Pero la frecuencia o la aceptación de las conductas no las convierte en lícitas,
y debemos evitar transmitirles a los niños y jóvenes la sensación de impunidad, el que no pasa
nada si se hacen mal las cosas, porque luego la caída es mayor cuando esta conciencia se
instala en las personas, porque cuando el chico es castigado duramente de golpe por la
primera vez que “lo pillan” de desmorona todo a su alrededor.
Os pondré un ejemplo real: en verano de 2006 me trajeron detenido a un chico de
Alicante de 19 años, de una familia de lo más normal, pero era “fiestero” y fue sorprendido
por la Guardia Civil en la carretera de la costa con 42 pastillas de éxtasis, 5 dosis de cristal y
una de mescalina cuando se dirigía a una conocida discoteca granadina donde se había
convocado una fiesta especial. Nunca había sido detenido, y aunque sabía que llevar tanta
cantidad de droga no estaba permitido, no se podía imaginar que la pena máxima prevista para
su delito era de hasta 9 años, y rompió a llorar amargamente cuando le informé de esto y de
que tenía que ingresarlo en prisión preventiva. Luego me enteré de que fue condenado a más
de 5 años de prisión, y allí debe seguir. A este chico le llegó el golpe más duro en su primera
detención, y supongo que el paso por la cárcel no le habrá venido nada bien, pues si ya sus
valores y criterios de actuación estaban “relajados” allí no debe pegársele nada bueno.

4. La responsabilidad, pilar básico.

Por tanto, debemos transmitirles a los jóvenes el valor de la responsabilidad, pues
todas las acciones tienen consecuencias, para nosotros mismos o para los demás, y la
responsabilidad supone asumir esas consecuencias. Lo primero es, sin duda, el ejemplo: que
nos vean ser conscientes de que no sólo tenemos derechos, sino que cumplimos nuestras
obligaciones como ciudadanos, en nuestro trabajo, en la carretera, en las calle, en todas partes.
Debemos transmitirles con toda contundencia que son sujetos de derecho, pero que
tienen obligaciones que cumplir, y que el reconocimiento de sus derechos pasa
ineludiblemente por el cumplimiento de sus deberes. Y esto a todas las edades, por tempranas
que sean: los niños desde bien pequeños han de tener tareas encomendadas a su alcance, que
sean su responsabilidad, y se les debe exigir que las cumplan. Por ejemplo, un niño de dos o
tres años ya debe saber que hay que recoger los juguetes cuando se acaba de jugar, y aunque
al principio no lo entienda y sea papá o mamá quien tenga que hacerlo, no se le debe dejar de
insistir porque con la debida constancia se consigue al final, y conforme se van haciendo
mayores hay que ir dándoles un mayor grado de responsabilidad y de autonomía. Además, me
atrevo a decir que el tener caprichos (el ordenador, la play station) debe estar supeditado al
cumplimiento de las tareas encomendadas, incluyendo en ello por supuesto el estudio y los
deberes del colegio.
Esto que parece tan básico no lo es tanto en la práctica, pues muchos niños y jóvenes
están acostumbrados a que no pase nada si cumplen o si no, porque, total, siguen disfrutando
de sus juguetes o chucherías, si son pequeños; o si son mayores de sus salidas, su moto, su
consola, etcétera, con lo que la cultura de la irresponsabilidad y de la ausencia de esfuerzo se
hace patente desde bien pequeños. Parece que no, pero eso va calando en el subconsciente del
joven: si no se ponen y se exigen límites desde pronto luego es dificilísimo hacerlo, y llevado
al extremo se llega a los Juzgados. Es cierto que la educación es agotadora, pues exige un
esfuerzo constante, pero los que somos padres y educadores lo debemos asumir.

5. No hay reglas para evitar el riesgo, pero algo se aprende de la experiencia…

Con todo, no se puede decir que existan reglas que garanticen el éxito: no hay un
“decálogo” infalible para evitar que un joven caiga en el delito, aunque existen pautas y al
respecto existen orientaciones, como el conocido “diez reglas para formar a un delincuente”:
1. Comience desde la infancia dando a su hijo todo lo que pida. Así crecerá convencido de
que el mundo entero le pertenece.
2. No se preocupe por su educación ética o espiritual. Espere a que alcance la mayoría de
edad para que pueda decidir libremente.
3. Cuando diga palabrotas, ríaselas. Esto le animará a hacer más cosas graciosas.
4. No le regañe nunca ni diga que está mal algo de lo que hace. Podría crearle complejos de
culpabilidad.
5. Recoja todo lo que deja tirado: libros, zapatos, ropa, juguetes... así se acostumbrará a
cargar la responsabilidad sobre los demás.
6. Déjele leer todo lo que caiga en sus manos. Cuide de que sus platos, cubiertos y vasos
estén esterilizados, pero no de que su mente se llene de basura.
7. Riña a menudo con su pareja en presencia del niño, así a él no le dolerá demasiado el día
en que la familia, quizás por su propia conducta, quede destrozada para siempre.
8. Déle todo el dinero que quiera gastar, no vaya a sospechar que para disponer del mismo es
necesario trabajar.
9. Satisfaga todos sus deseos, apetitos, comodidades y placeres. El sacrificio y la austeridad
podrían producirle frustraciones.
10. Póngase de su parte en cualquier conflicto que tenga con sus profesores, vecinos, etcétera.
Piense que todos ellos tienen prejuicios contra su hijo y que de verdad quieren fastidiarle.
Todos estos consejos y los demás que se nos puedan ocurrir se pueden resumir en uno:
poner límites con criterio educativo. No obstante, tengamos en cuenta que estamos hablando
de probabilidades: si se hacen determinadas cosas en el camino equivocado es muy probable
que el chico sea un malhechor, pero el hacer las cosas bien no te garantiza que no lo sea. El
silogismo es cruel, pero cierto.
Además, cuando un joven se va de las manos, el resultado es impredecible. El 6 de
agosto de 2007, estando en mi semana de guardia sucedieron dos desgracias evitables con una
diferencia de unas pocas horas: en Playa Granada, un chico en plena “fiesta” quiso colarse en
una terraza de un restaurante y sufrió una caída de varios metros, quedando gravemente
lesionado; y otro chico de 17 años en Los Guájares, harto de beber y quizá de algo más, tuvo
la ocurrencia de subirse a un poste eléctrico, le dio una gran descarga y murió. Este
acontecimiento me dejó “tocado” varios días.

6. La violencia escolar.

Está claro que el primer “campo de batalla” es la familia, pero el segundo es el
colegio. Están saliendo a la opinión pública cada vez más hechos de gravedad que se dan en el
ámbito escolar y que revelan una gran crueldad y ensañamiento de unos niños y jóvenes con
otros.
La sentencia de 12 de mayo del año 2005 del juzgado de menores de Guipúzcoa (Caso
Jokin) es un texto donde se resume el proceso del acoso escolar: un escolar al que
consideraban chivato sus compañeros, fue objeto de un hostigamiento sistemático que
culminó en el suicidio. Un grupo de alumnos, precisamente su cuadrilla de amigos, lo culpaba
de que sus padres hubiesen descubierto que fumaban hachís. En consecuencia lo excluyeron
del círculo social y le prodigaron sistemáticamente ataques físicos y verbales. Las agresiones
consistían en pequeños golpes como capones, puñetazos y patadas; si bien ninguno de ellos
fue muy fuerte, se propinaron con cansina regularidad. Además de los consabidos insultos, le
recordaban sistemáticamente que un día sufrió un desarreglo intestinal que acabó en una
inoportuna diarrea en plena clase. Así, por ejemplo, pusieron rollos de papel higiénico en su
pupitre meses después del incidente. Al final, sumido en lo que la sentencia llama un “círculo
infernal”, el menor acosado se precipitó al vacío. Hay cuatro categorías principales de acoso
escolar: gestual, verbal, físico y de exclusión. Todos ellos los padeció Jokin. También se
muestra cómo la víctima asume su perfil psíquico mediante un proceso de etiquetamiento
asociado a un pobre concepto de sí mismo, la autoestima se destruye. El resultado de la acción
delictiva trepa por una escala ascendente de gravedad que pasa de la vergüenza pasajera del
incidente aislado al infierno psicológico de quien ha perdido la esperanza de su vida. La
sentencia habla de la “visión de túnel” de quien no percibe más allá de su problema personal,
como se aprecia la trágica nota de despedida redactada antes de su muerte.
Este es un caso extremo, pero se extienden peligrosamente los actos vejatorios entre
alumnos, que se hacen más graves con la moda de grabarlos en el teléfono móvil, lo que
añade mayor gravedad por la posibilidad de reproducir indefinidamente el hecho, y mucho
más si se publica en Internet. Sin duda eso merece un mayor reproche y un mayor castigo.
Para empezar, no estaría de más incrementar el control de los medios tecnológicos de
que disponen los menores, pero en todo caso estos hechos deben ser denunciados
inmediatamente, que aparte de las lesiones que se causen, también caben castigar por los actos
degradantes y por el atentado a la intimidad que supone la publicidad. Además, también es
interesante saber que la responsabilidad civil por las indemnizaciones que resulten
procedentes recae en los padres.
La comunidad educativa no debe tener miedo a denunciar los hechos graves, además
de adoptar las medidas necesarias en el ámbito estrictamente educativo, que no pasa nada
porque un chico y sus padres se vean en la Fiscalía de Menores: no sería la primera vez que
esto ha servido de “lección” para algún menor y su familia, y se ha reconducido al buen
camino.

7. La autoridad del profesor.

Lo que acabo de decir es de aplicación muy en particular en los casos en que los
profesores son objeto de insultos o agresiones por parte de los alumnos e incluso de algunos
padres. Estas conductas son intolerables no sólo en sí mismas, sino también porque en un
ámbito educativo en el que se trata de formar a futuros ciudadanos tienen una mayor gravedad
porque atacan las bases mismas del fundamento de la acción educativa.
No se debe perder de vista la noción de autoridad que también representa el profesor.
Por mucho que todos formen parte del sistema educativo (alumnos, padres, personal de
administración y servicios…) no todos son iguales porque no todos tienen la misma
responsabilidad: si el profesor es formador tiene una autoridad que necesita de cierta distancia
y respeto con el alumno (que, por cierto, también aquél tiene que ganarse). Por esta razón
tiene potestades disciplinarias, y cuando es objeto de ataques deben ser reprimidos con la
mayor dureza.
Aunque el mecanismo escolar ofrezca recursos para reprimir estas conductas
intolerables, no debe haber dudas ni empacho en acudir a la policía y la Fiscalía mucho antes
de que la situación se convierta en insostenible. Además estas conductas se califican como
delito de atentado, con unas consecuencias penales graves si son cometidas por mayores de
edad: prisión de dos a cuatro años y multa de tres a seis meses (hasta 72.000 €) si el atentado
fuera contra autoridad y de prisión de uno a tres años en los demás casos (artículos 550 y 551
del Código Penal).

8. No poner “paños calientes”.

Aunque en ocasiones nos pueda parecer que determinadas cosas suceden por
accidente, por mala cabeza o por simple travesura, cuando determinados sucesos sobrepasan
un umbral mínimo de gravedad no se deben tapar las responsabilidades, porque “poner paños
calientes” puede ser negativo para los chavales implicados y para el conjunto de la familia o
de la comunidad educativa, y mucho más si la conducta ha trascendido y la han conocido más
chicos: si no se exige responsabilidad se da la sensación de cierta arbitrariedad ante los demás
jóvenes, cosa que les llama poderosamente la atención y rápidamente manifiestan (es muy
frecuente que digan frases como: “pues yo conozco a uno que hizo algo más gordo y no le
pasó nada, así que por qué me tengo yo que comer el marrón…”).
Para ilustrar lo anterior pongo otro ejemplo: el curso pasado una persona cercana me
comentó que en el colegio concertado en el que trabaja unos alumnos habían entrado durante
el fin de semana y habían realizado enormes pintadas en uno de los muros del patio, en las
que insultaban de manera grosera a ciertos profesores. Se sabía que tenían que ser alumnos
porque esos insultos versaban sobre características de los profesores que sólo podían conocer
en tal condición, y el lunes cuando se abrieron las puertas del colegio todos los alumnos
pudieron ver las burradas que habían plasmado en la pared, con el consiguiente escarnio y
escándalo generalizado en la comunidad educativa. Inmediatamente se formuló denuncia en la
Policía, aunque aún no se conocía a los autores, pero tras la oportuna “investigación interna”
se terminó descubriendo la identidad de los delincuentes, y el equipo directivo adoptó las
medidas disciplinarias en el ámbito educativo, fundamentalmente una expulsión temporal. No
obstante, cuando llegó el momento que poner en conocimiento de la Policía y de la Fiscalía de
Menores los nombres de los gamberros, tras suplicarle los padres (que al parecer se
comprometieron a pagar los desperfectos) y los mismos niños que no se llegara a ese extremo,
el equipo directivo digamos que se “arrugó” y no quiso que la cosa llegara más allá. Esta
decisión sin duda fue difícil y sobre todo se guió por la búsqueda de lo mejor para los
menores, en la conciencia de que la sanción en el ámbito educativo había sido suficiente, pero
pudo ser equivocada por dos razones: en primer lugar desde el punto de vista de los chicos
sancionados, pues tampoco pasaba nada porque pasaran por Fiscalía de Menores y puede que
ni siquiera se llegara a juicio por considerar el fiscal que con la corrección educativa era
suficiente, a lo que habría ayudado que lo manifestaran los titulares del centro; pero en
segundo lugar desde el punto de vista del resto de los alumnos del centro: ¿qué mensaje se ha
trasmitido al conjunto de los alumnos cuando se forma un gran escándalo de trascendencia
pública, se interpone una denuncia, y la exigencia de responsabilidad no es coherente con esa
primera enérgica reacción?, ¿no pueden pensar los chicos que estas cosas luego acaban por
diluirse?.
La intervención de la Fiscalía y del Juzgado de Menores, sin duda es la solución más
grave, pero tampoco es que sea algo terrible e irreversible: la Ley de Responsabilidad Penal
de los Menores tiene mecanismos para adaptar la actuación a las necesidades de cada caso, y
se guía por un propósito claramente educativo y resocializador. Puede ser dura en los casos en
que se requiera, con medidas de internamiento; pero puede adaptarse a las necesidades
familiares y educativas de cada chico, con medidas de carácter abierto (realización de tareas
socioeducativas, asistencia a centro de día, convivencia con persona o grupo educativo,
libertad vigilada…), puede quedar en una reprimenda por el juez (amonestación), e incluso
prevé mecanismos de no intervención sancionadora, con una conciliación entre el infractor y
la víctima o simplemente archivando el procedimiento si se considera que la intervención
paternal o escolar es suficiente para el caso. Y por supuesto el menor no queda marcado ni
estigmatizado, ya que no le quedan antecedentes penales como si fuera mayor: cuando
alcanza la mayoría de edad hay un auténtico “borrón y cuenta nueva penal” para él.

9. La importancia de las normas de educación.

Hasta ahora me referido a experiencias vividas en el marco de la normativa vigente,
donde se prevén castigos para conductas ilícitas, pero también me gustaría hacer una breve
referencia a ciertas normas que no están escritas en textos legales, pero que como padres y
educadores les tenemos que dar mucha importancia por lo que significan socialmente: las
llamadas normas de educación (pedir las cosas correctamente, tratar de “usted” a las personas
que no conocemos, no hablar a gritos, dar las gracias, ser amable, dar el trato que merecen las
personas mayores, sentarse correctamente...). Aunque no están recogidas en ningún texto
normativo, tienen una gran importancia porque son reconocidas por el conjunto de la
sociedad, ayudan mucho a las personas por lo que tienen de habilidades sociales y su
incumplimiento, aunque no lleva aparejadas sanciones como tales, si pueden conllevar
consecuencias negativas:
a) La ley educativa prevé que la calificación del alumno contenga una evaluación no
solamente de los contenidos, sino también de las actitudes y los valores, conceptos en los
que se pueden y deben encuadrar el cumplimiento de la mínimas normas de educación.
Por tanto, es perfectamente ajustado a la ley que las actitudes irrespetuosas se tomen en
cuenta para la calificación, lo mismo que en los exámenes de biología o física se tengan
en cuenta las faltas de ortografía, aunque no sean estrictamente de esa materia.
b) No insistir en el aprendizaje de las normas educativas puede acarrear graves problemas en
el futuro a los jóvenes, porque pueden convertirse en hábitos negativos: por ejemplo, en
una entrevista de trabajo para una empresa el no mostrar los signos básicos de educación
puede acarrear no ser contratado, o puede llevar a la exclusión por los compañeros en la
universidad o en el trabajo. Os sorprendería la cantidad de veces que tengo que corregir en
juicios a personas mayores por no sentarse correctamente en un juicio, hablar de manera
incorrecta... y la vergüenza que pasan. Por ejemplo, es muy frecuente que tenga que
corregir a hombres y mujeres hechos y derechos por presentarse en el Tribunal en
pantalón corto y con chanclas, comer chicle mientras hablan o dirigirse de manera
incorrecta al Tribunal (alguno incluso me ha dicho “mira, jefe…” o recientemente
recuerdo un testigo que tartamudeaba sin parar, hasta que me dijo de corrido: “¡tío que
estoy mu nervioso!”). Dejando de lado lo anecdótico y el hecho de que los jueces tenemos
en estos temas más “correa” de lo que parece, lo cierto es que la Ley permite al juez
expulsar de la Sala al que no se comporte, lo que supone que no podría presenciar el
juicio, lo que le puede afectar directamente si luego es condenado.
Por tanto, no menospreciemos estas reglas de conducta y pidamos que las cumplan a
los niños y jóvenes que tenemos en nuestros ámbitos educativos. Si empezamos por pedir que
cumplan lo menos importante será menos chocante para ellos cuando les exijamos que no
hagan cosas peores o, por supuesto, no hagan daño a los demás.

10. Todo el mundo puede equivocarse: lo importante es aprender.

Siempre, a todos los imputados detenidos que reconocen que han cometido una felonía
y se muestran arrepentidos les digo que lo importante no es haberse equivocado, sino
aprender del error y no volver a comportarse así, lo que se resume en el dicho “rectificar es de
sabios”. Un caso que me impresionó en este sentido ocurrió el verano pasado: estaba de
guardia y me llegó una denuncia de una chica de 27 años que declaraba que le habían robado
el bolso mediante un tirón y aportaba una descripción física de la persona que se lo había
sustraído. De entrada esta denuncia no llamaba la atención especialmente, y como no señalaba
al autor y la policía me decía que no había podido identificar, archive la denuncia
provisionalmente. Pero a los tres días me llegó un informe ampliatorio de la Policía Nacional
en el que se relataba que esta joven había comparecido voluntariamente diciendo que tenía
grandes remordimientos de conciencia porque había mentido en su denuncia, que
seguramente habría extraviado el bolso o se lo habrían sustraído al descuido, pero cuando lo
comentó al día siguiente en la puerta de la guardería al ir a recoger a su niña pequeña una
madre le había recomendado denunciar un robo con violencia porque así se lo cubriría el
seguro, aunque fuera mentira. Esta chica se dejó seducir por la tentación de obtener un
resarcimiento fácil y sin riesgo, pues, total, ¡quién iba a saber qué lo denunciado era falso, con
tantos robos se producen hoy día!, y efectivamente lo denunció y dio parte a su seguro. No
obstante parece ser que cuando se quedó a solas con su conciencia esa vocecita interior no la
dejó parar hasta que no fue a la Comisaría a decir la verdad. Como no podía ser de otra
manera la Policía tomó nota de lo sucedido y me lo envió para instruir un posible delito de
simulación de delito. Cuando la cité para tomar declaración y le informe de que había
cometido un delito, pues ella volvió a reconocer lo sucedido, creo que pasó uno de los peores
mementos de su vida, y estuvo llorando un rato largo. Resulta, que como ya había dado parte
al seguro y cobrado la indemnización, le informé de que tendría que comunicar a su seguro la
falsedad y devolverle el dinero, y si su seguro no formulaba acusación se podía hacer un
juicio rápido con conformidad de manera que se pudiera beneficiar de una reducción en la
condena. Puesto que reconoció su culpa no tuvo ningún inconveniente en el hablar con su
agente de seguros, devolver hasta el último céntimo y traer una comunicación de la compañía
de seguros en la que manifestaban darse por satisfechos y no tener intención de acusarla. En
los días que pasaron hasta que se pudo celebrar el juicio rápido me la encontré varias veces,
pues resulta que veranea muy cerca de la casa de mi familia en la playa, y hablamos muchas
ocasiones de la tontería que había cometido, de lo arrepentida que estaba y de lo que había
significado ese episodio para darse cuenta de que en la vida hay que asumir las consecuencias
de lo que se hace para llevar la cabeza bien alta. El día del juicio el Fiscal consideró que
concurría una atenuante muy cualificada de arrepentimiento espontáneo, y formuló una
acusación bastante benevolente (y sólo por su arrepentimiento no fue acusada de estafa). Todo
se saldó con una sentencia condenatoria que le imponía una pena de multa de 360 euros,
muchísimo menos de lo que se suele imponer por faltas mucho menos graves y por supuesto
de las multas que pone Tráfico por exceso de velocidad. Cierto es que le quedan antecedentes
penales durante unos años, pero para ella eso no tuvo mayor importancia ante el hecho de
quedarse tranquila consigo misma, porque como me decía en los ratos que charlamos en la
playa, en su familia le habían enseñado a ir de frente, a no mentir, y asumir las consecuencias
de sus equivocaciones. Para ella fue una lección, sin duda, pero para mí lo fue tanto o más,
pues episodios así no son nada frecuentes en un juzgado, os lo aseguro.

11. La persona, signo de esperanza.

Por cosas así digo que todas las personas merecen confianza, son signos de esperanza.
Emilio Calatayud, el juez de menores de Granada, cuenta que una de las experiencias más
impactantes que hay, no ya en la Administración de Justicia, sino la vida misma, es la de ir a
un centro de internamiento de menores y observar cómo, cuándo se cierran las puertas de las
celdas a eso de las 10 o las 11 de la noche y se apagan las luces, lo que se oye no son voces de
asesinos, sino llantos de niños. Esta misma experiencia le he tenido yo en el Campamento de
los Primeros: en su primera edición en el año 1994 los monitores temblábamos cuándo
veíamos llegar a chavales de Las Palmeras, del Polígono del Guadalquivir de Córdoba, o
Almanjáyar de Granada, grandes como castillos, fumando y echando pestes por la boca. En
los primeros días tuvimos que intervenir varias navajas y algo de hachís, pero pasados unos
pocos días esos mismos chicos se divertían como niños que eran: jugando al fútbol, saltando
en la piscina, haciendo juegos como en cualquier oratorio o centro juvenil y disfrazándose y
actuando en una velada en la que demostraban un arte y un ingenio que ya les gustaría a
muchos campamentos del Luz Vida o de chavales “bien posicionados”.

12. Conclusión: la clave es el amor.

Espero haberos aportado algunos elementos de reflexión y de acción educativa, pero
los más importantes nos los dejó Don Bosco con su vida y su estilo educativo: recordad, por
ejemplo, el episodio en que se comprometió con el ministro del interior a que si dejaba dar un
paseo a los chavales internos en el reformatorio de Turín, acompañados por Don Bosco y sin
guardias, todos ellos volverían, llegando el santo a comprometerse a que si uno solo se
escapaba podría meterle a él en la cárcel. Fue un día de primavera magnífico, en que los
chicos salieron al campo, almorzaron, rieron, jugaron y a la caída de la tarde volvieron al
reformatorio todos ellos sin que faltara ni uno. Dice su biografía que Don Bosco volvió a casa
con el corazón satisfecho, por haberles podido liberar durante un día. El ministro, al recibir el
parte, estaba jubiloso por el triunfo, y preguntó un día a Don Bosco: “¿por qué llega usted a
obtener esto y nosotros no?”. La respuesta don Bosco fue sencilla: “porque el Estado manda y
castiga. No puede hacer más. Yo, en cambio, les quiero a esos muchachos. Y tengo, como
sacerdote, una fuerza moral que usted no puede comprender”. Años después, en su Carta de
Roma, les decía a sus salesianos que no sólo hay que querer a los jóvenes, sino que se sientan
queridos.
Y ya termino, refiriéndome al Mandamiento esencial de Jesucristo, como la clave de
transformación de los corazones: “amaos como yo os amé”, pero no olvidéis que el propio
Jesús, aun amando a sus discípulos, no dejó de exigirles que cumplieran sus preceptos.
Muchas gracias.
Ahora hablamos de lo que queráis.

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