Con la llegada del
Jueves Santo, los católicos comenzamos la celebración del Misterio central de
nuestra fe, la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Cada
uno de estos Días Santos, cada uno de sus momentos, conllevan un significado y
encierran profundos misterios que Jesús de Nazaret quiso dejar para nosotros. En
este Año de la Eucaristía, preparándonos para vivir el XLVIII Congreso
Eucarístico Internacional (XLVIII CEI), es preciso hacer una reflexión profunda
sobre este Misterio instituido por Jesús, Sacerdote por excelencia,
precisamente el Jueves Santo.
El Don por
excelencia La noche del Jueves Santo, Jesús se dispuso a celebrar la Pascua con
sus Apóstoles. Era la Última Cena que compartía con ellos antes de que se
cumplieran las profecías, porque «el tiempo se había cumplido»: «Tomó luego
pan, dio gracias, lo partió y se los dio diciendo: ‘Este es mi Cuerpo que se
entrega por ustedes; hagan esto en recuerdo mío’. De igual modo, después de
cenar, tomó la copa diciendo: ‘Esta copa es la nueva alianza en mi Sangre que
se derrama por ustedes’», (Lc 22, 19-20). Es en este momento cuando Jesús
quiere perpetuar su presencia entre nosotros de manera sacramental. Es la
Iglesia la que desde sus inicios ha custodiado este gran regalo en el que
encuentra su impulso y razón de ser. De ahí que, en la Carta Encíclica de Su Santidad
Juan Pablo II, La Iglesia vive de la Eucaristía, asegura que «es la Eucaristía
el Sacramento que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir,
Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por
medio del Espíritu Santo». Más aún, en el número 11 de la misma carta, el Sumo
Pontífice afirma que «la Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor,
no sólo como un don entre otros muchos, aunque sean muy valiosos, sino como el
Don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa
humanidad y, además, de su obra de salvación».
“Hasta el extremo”
En vísperas del
gran acontecimiento eclesial, el XLVIII CEI, es importante recordar y
redescubrir que en la celebración de la Santa Misa se actualiza el
acontecimiento de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, el acontecimiento
Pascual. La Misa hace presente el Sacrificio de la Cruz, no se le añade, ni lo
multiplica. La misma Encíclica dice: «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía,
memorial de la Muerte y Resurrección de su Señor, se hace realmente presente
este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra
redención». Pero no es el Sacrificio de Jesús un acto de masoquismo, ni la
Eucaristía se limita en ello; el Papa contextualiza la Pasión de Jesús en el
ámbito del amor: «Deseo una vez más llamar la atención sobre esta verdad,
poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante
de este Misterio: Misterio Grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía
hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor
que llega ‘hasta el extremo’»
“Fuente y cumbre”
Este Sacramento,
«Don por excelencia», prenda visible de un amor llevado «hasta el extremo», se
ha de convertir en la fuente y cumbre de toda acción apostólica, y, a decir
verdad, de toda la vida del católico. De ahí han de nacer nuestras fuerzas para
vivir día a día nuestro compromiso bautismal, y ahí, han de llegar todos
nuestros esfuerzos por instaurar en este mundo el Reino de Dios, reino de
justicia, de paz y gozo. Así se expresa Su Santidad al concluir la Encíclica ya
citada en los números 50 y 60: «Todo compromiso de santidad, toda acción
orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes
pastorales, ha de sacar del Misterio Eucarístico la fuerza necesaria y se ha de
ordenar a él... Dejadme que, como Pedro, al final del discurso eucarístico en
el Evangelio de Juan, yo lo repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en
nombre de todos vosotros: ‘Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida
Eterna’», (Jn 6, 68).
Un acto de amor Todo
lo que vale un Sacrificio.
Para entender «el
valor redentor del Sacrificio de Jesús», es necesario dejar en claro que la
palabra «sacrificio» nada tiene que ver con aquellos actos que predisponen
cierta dificultad o esfuerzo para su realización. Para Cristo, el Sacrificio
significó su consagración a Dios, puesto que esta palabra, la cual proviene del
latín sacrificium, significa «hacer que algo sea sagrado o consagrado».
Partiendo de esto,
se debe entender, desde un punto de vista teológico, que el Sacrificio de
Cristo no está representado por su sufrimiento físico ni por su muerte misma,
ya que éstos representan sólo un signo de la redención, sino por toda una vida
de consagración de Jesucristo a Dios y a nosotros. Por lo tanto, el valor
redentor del Sacrificio de Jesús estriba en una consagración del ser humano a
Dios. Así lo explicó Carlos Ignacio González SJ, Maestro de Teología en el
Seminario de Señor San José, quien dijo que «la Cruz no es la Redención, sino
el signo de la consagración de toda la vida de Jesús a Dios y al hombre, sus
hermanos. Vida que representa, en sí, el sacrificio de Cristo», tal y como lo
expone Santo Tomás de Aquino.
«La cruz es el
signo del Sacrificio; no es el Sacrificio, puesto que éste está representado
por la consagración de toda la vida de Jesús a Dios y a nosotros», siguió
diciendo el sacerdote jesuita.
Nuestro Redentor
Ejemplo de lo
anterior, refirió, es el hecho proclamado por el Evangelio que nos dice que
junto a Jesús murieron dos ladrones ajusticiados, los cuales sufrieron junto a
Él, pero no son nuestros redentores porque ellos sucumbieron ejecutados por
crímenes; en cambio, Jesús murió por su consagración al Padre y a nosotros.
Así, el Sacrificio de Cristo es interior, y nada tiene que ver con el dolor
externo, que indica y representa el signo de hasta dónde llevó su consagración
Cristo por el ser humano, es decir, hasta la muerte en la Cruz, que era
considerada como la más dura e indigna que había en su época.
Jesús vivió su
muerte con una actitud de obediencia y fidelidad total al Padre y de amor y
perdón a los hombres. La muerte en cruz, que era la manifestación suprema del
pecado, se convirtió en la manifestación suprema de amor y reconciliación entre
Dios y el hombre. La muerte de Cristo no fue fruto del azar, sino que pertenece
al misterio del designio de Dios (cfr. Hch 2, 23); sin que ello signifique que
los que entregaron a Jesús eran sólo ejecutores pasivos de un drama escrito de
antemano por Dios. El designo eterno de Dios incluye la respuesta libre de cada
hombre a su gracia (cfr. Hch 4, 27-28). Así, Dios permitió los actos nacidos de
la ceguera del hombre para realizar su designio de salvación.
¿Qué es la Redención?
La Redención parte
y significa el perdón de los pecados, los cuales nos impiden experimentar el
amor a Dios y nos alejan de Él.
Mas nuestros
pecados no sólo tienen que ver con acciones externas, sino, y principalmente,
con el pecado que está en el corazón, es decir, el pecado de «no amar», aspecto
que nos lleva a no cumplir con la Ley de Dios, la cual se resume en amarlo a Él
y al prójimo con todo el corazón.
En este sentido,
el Padre Carlos Ignacio González explicó que muchos de los grandes teólogos,
como San Agustín y Santo Tomás de Aquino, se percataron de que «todo pecado es
contra el amor, y de no ser así no es pecado». Por ejemplo, San Agustín decía:
«Ama y haz lo que quieras»; si se ama a una persona, aclaró, no le vas a hacer
daño; si amas a una persona, no la vas a robar, ni le vas a faltar en ningún
aspecto; es por ello que toda la Gracia y la Ley de Dios se resume en el
«amor».
Aquí cabría la
pregunta: ¿Cómo nos redimió Cristo? Y la respuesta es tajante: Amándonos hasta
la muerte y pensando en nosotros aun en los momentos en que nuestros pecados lo
condenaban a ella: «Padre, pensando en nosotros, es el signo más visible de
hasta dónde nos amó, y nos ama. La Cruz es el mayor signo que puede haber del
amor de Cristo por nosotros.
La salvación la
tenemos asegurada en ese amor de Cristo traducido en una muerte de Cruz. Nos
abrió el camino para que aprendamos a amar, y ésta es precisamente su Ley, la
última que nos dio antes de morir, en la Última Cena, y que nos legó como un
Mandamiento: «Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado» (Jn 15, 12).
Además, Jesús no
sólo perdonó y borró nuestros pecados, sino que nos capacitó para ya no pecar
más, con el testimonio de su vida, con su doctrina, con su gracia. En la Cruz
murió todo lo que no nos dejaba vivir como hijos de Dios y por su Sangre
preciosa, fuimos rescatados, lavados y purificados. Él soportó el castigo que
nos trae la paz y por sus heridas fuimos liberados.
Toda una vida de
entrega La Pasión de Jesús no es sólo un momento; la Cruz para Jesús no sólo
fueron días u horas de padecimientos físicos, sino que toda su vida fue una
preparación que culminaría con esos acontecimientos, es decir, toda su vida fue
de consagración, desde que comenzó su ministerio de predicación, hasta su muerte
en la Cruz.
La Pasión de
Cristo no es puro dolor, no es sólo la muerte en la Cruz; es ininteligible su
muerte, si no consideramos toda su vida de entrega por amor. El sufrimiento
físico es sólo un signo del amor, pero no es el amor, ni es la consagración, y
por lo mismo no es el sacrificio.
Ese es el valor
redentor; toda una vida de entrega por amor al Padre y por nosotros.
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